17 de junio de 2011

Las cosas hermosas, las obras de arte, los objetos sagrados sufren como nosotros los efectos imparables del tiempo. Desde el mismo instante en que su autor humano, consciente o no de su armonia con el infinito, les pone punto y final y las entrega al mundo, comienza para ellas una vida que a lo largo de los siglos las acerca a la vejez y a la muerte. Sin embargo, ese tiempo que a nosotros nos marchita y nos destruye, a ellas les confiere una nueva forme de belleza que la vejez humana no podria siquiera soñar en alcanzar. Por nada del mundo hubiera querido ver reconstruido el Coliseo, con todos sus muros y sus gradas en perfecto estado, y no daria nada por un Partenón pintado de colores chillones o una Victoria de Samotracia con cabeza.

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